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— 212— par vió en ello la voluntad de Dios y comenzó la Misión con una concurrencia inmensa... La iglesia se cuajaba de público mucho antes de dar comien- zo al sermón y en la sacristía se veían Cardenales, Obispos y altos dignatarios. Constata un testigo que daba compasión verle predicar, pero había en él un espíritu superior que movía a las masas. Antes de acabar aquella Misión, pudo decir a un sacer- dote amigo: «Me siento muy mal, estamos al final de las fatigas, encomiéndeme a Dios.» No pudo atajarse el cólera; penetró en Roma aparalosamente porque sería preciso expíar muchos pecados. «Justamente nos castiga Dios por nues- tros pecados», dijo Gaspar a un sacerdote... El de- seo de hacer bien a las almas le hizo volver de Al- bano a Roma, ya infestada del mal... Al legar a las proximidades de la ciudad, en compañía de otros misioneros, vieron gente conocida que huía del cólera. Dijéronle que en la Plaza Montenara, don- de él se hospedaba (en el palacio Orsini), habían perecido más de sesenta personas. Siguió su camino hasta la puerta de la casa donde había de hospedarse, y el primer espectáculo que se le puso delante fueron varias cajas de muer- tos. Sintió hondamente la aflicción de aquella fami- lia, y en un arranque de su confianza en Dios les dijo: «No temáis... Retirad los desinfectantes... No os volverá a tocar el mal.» Al conjuro de aquella palabra, como si el ángel del exterminio se hubiese dado a la fuga, desapare-

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