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di movimientos de ira que él trataba de domeñar y ahogar completamente. Molestábale sentir dichos impetus de genio y un día se le oyó decir: «me enojo porque me enojo»... prueba reveladora de los esfuerzos que se imponía para llegar al triunfo de- finitivo. Era tanta, en efecto, la violencia que se ha- cía para vencerse, que muchas veces se le cambia- ba el color, cortábasele la respiración, llevaba las manos a la cabeza y al rostro, exclamando: «¡Oh Virgen Santa! »... La victoria no podía ser dudosa ante el esfuerzo de tan valiente luchador; y prueba que la consiguió absoluta, es el hecho de que ya a los once años su- fría con gran resignación y apacibilidad cuantos sinsabores se le presentaban, sobre todo, en la es- cuela, de parte de sus compañeros, que abusando de su mansedumbre, entreteniánse en tirarle pelotas de papel mojado, para burlársele con la pueril satis- facción de verle airado. En vano todo. Gaspar era ya un manso cordero que sufría humildemente aquellos tratos indiscretos, y merecía por su manse- dumbre mayor estima y aprecio de sus camaradas, particularmente de los que entendían algo en acha- ques de virtud. Veamos otro detalle, tan delicado como edifi- cante, de cómo procedía Gaspar en el vencimiento de su carácter y en el porte de su conducta. Era en él uso celebrar las fiestas de la Virgen erigiendo altarcitos, y practicando en ellos ceremo- nias piadosas en unión de otros niños. Estos sus
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