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pa. Rio a ni se permitiese otros gustos, aunque lícitos. Mu chas veces repartía su comida entre los pobres, a quienes consideraba como embajadores de Dios, por recordarle la pobreza y la humildad de J. C. Cuando dormía en cama colocaba secretamente en ella pedazos de madera para engañar el descan- so. Ceñíase los lomos con cilicios que él mismo fabricaba con trozos de hojadelata, pedazos de plo- mo y puntas de alambre. Al amparo de tan alto espíritu de mortificación, la carne sometíase al espíritu, y la flor de la pureza retoñaba en él con tal vigor que quiso practicar el voto de castidad desde niño, sino que su prudente madre le disuadió del propósito, ponderándolc ser eso propio de personas consagradas a Dios. Nunca en su vida permitió ser tocado ni aun en la cara, no sólo de otras personas, pero ni aun de su propia madre. Ninguna palabra que comprome- tiera la castidad o menoscabara su belleza salió de su boca. Ningún movimiento permitió a su Cuerpo que pareciese menos honesto o recatado. En cierta ocasión que durante la refacción se pronunció en la mesa un dicho indecoroso, Gaspar perdió el co- lor, quedó pálido como la cera, le faltó la voz y dejó de comer. Se le preguntó a qué obedecía aquel repentino accidente, y contestó el angelical joven: «Esas palabras, verdaderamente me hacen daño, me impiden comer más.» Ccmo medio de conservar incólume el lirio pu- rísimo que tanto y tan ardientemente amaba, entre-

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