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— 121— que ni ofendía al culpado ni dejaba sin correctivo al vicioso. Era, por todo eso, tenido por hombre raro y extraordinario, arca de ciencia, ángel de salud, re- pleto de espíritu de Dios, hombre verdaderamente apostólico... Cuadrábale muy perfectamente lo que dijo Casiodoro: «Adest semper electa queedam ser- monum gratia: blanditur auribus, mentem trahit, uti- tur perspicuitate facundiz qualem de pura conscien- tia decet emanare» (1). Su vida y virtudes le dieron el espiritu de que gozaba, y el espíritu de Dios le dió la inteligencia y claridad de las doctrinas y fa- cundia maravillosa en sus discursos. Tenía como tesoro de Dios la lumbre del verdadero conoci- miento, que consiste en discernir sin error lo recto de lo torcido (2) y de ahí que pudiese hablar de toda clase de asuntos con la facilidad que le era propia. No era de aquellos predicadores que abu- sando de una verbosidad sin jugo ni doctrina «de Deo extra Deum philos ophantur» (3). Es preciso que salga de corazón el río de la elocuencia sagrada (4), pero debe nutrirse el pen- samiento del tesoro de la ciencia, y sobre todo de (1) Cas. var. lib. 5. epist. 2. 2, (2) Ultra in infinitam scientie illuminationem illam ipsam mentem introducit, como decía a otro caso el obispo Diadoco. (3) Scientia oratori sacro non tantum perutilis, sed maxime necessaria est nostro presertim seeculo quod tantopere de scientiarum progressu glo- riatur: si quis ignorat, ignorabitur. (Missionarius practic, pág. 40, Autore Ss. Florentio ab Harlemo O. C.) (4) Ex pectore profluat necesse est eloquentis lumen.
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