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Y Y desbordándose por una ley, que pudiéramos llamar física, los malestares morales de los pueblos que batalla- ron, con mayor ahinco quizá que las mismas corrientes humanas arrastradas por la competencia económica, sino acaso tambien empujadas por la instintiva defensa de los Estados, invadirán también a España y aquí impoudrán los mismos pavorosos prublemas que agitan a las naciones fatigadas por la guerra. Lo que esto significa, ya lo sabemos. Predispuesto por una propaganda pertinaz y osada, el alud materialista in- tentará corromper a cuanto con fatigas y con penas el pue- blo español ha salvado hasta el presente y forma su celoso patrimonio nacional. Es preciso arbitrar remedios: es preciso formular un plan de batalla, un programa de acción. Yerran los que suponen que las armas antiguas, porque de templado ace- ro, sirven en todo tiempo y son adecuadas a una defensa eficaz e invencible, Hay que esgrimir armas nuevas, 0, cuando menos, hay que perfeccionar las antiguas, hay que aprender, sobre todo, a maniobrar, Inútil será que cerremos los ojos para negar la impor- tancia que tiene el actual momento en la historia del mun- do. Esta guerra ha sido el remate de una época y el exor- dio de una nueva. Dios nos ha puesto por testigos de uno de los hechos-cumbres del desarrollo de la civilización. En correspondencia con este hecho, los que creemos en la asistencia divina y constante de la Iglesia, sabemos que Dios ha de proporcionar al mundo nuevos medios, nuevos instrumentos, nuevos apóstoles para la nueva época. En la Edad Media las continuas agitaciones de los pue- blos, las batallas entre ciudad y ciudad, entre uno y otro castillo, las invasiones, incendios y saqueos, las conspira- ciones diarias ocasionando una inquietud y un desasosiego general, fomentaron las órdenes monásticas y mendicantes para el cultivo de la vida contemplativa y la consagración al estudio y a la custodia del saber antiguo.

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