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SOR MARÍA ANA DE JESÚS TÍ gundo director de ella (*). ¿Cuán sólida, pues, debió ser“la virtud y la santidad de Sor María Ana, a quien el Corazón de Jesús escogía como medio de sacar del engaño a otras almas? ¿Cómo se complacería el divino Amor en las oraciones, lágrimas y penitencias que hizo para alcan- zar el reconocimiento de la monja ilusa? ¿Qué agradeci- miento guardará eternamente el corazón de Sor María Felisa, muerta tan humilde y fervorosamente por la in- tervención de la Sierva de Dios en su vuelta al camino del bien y de la verdad? De la misma suerte que gozaba de esa segunda vista espiritual, gozaba también del don de la visión. El nú- mero de sus visiones es muy considerable, y se referían a las almas y a los actos futuros de ellas... Un día tenía fija la mirada en un punto; con ella estaba la M. Maes- tra, y, con la sencillez y candor del que ve un ohjeto na- tural y atrayente, dijo: «¿Ve, mi Maestra, qué palomita tan blanca, adornada con cintas preciosas y cadenilla?» La Maestra nada veía. Luego, en la oración de las diez, le reveló el Señor que era el alma de una capuchinita, y que todas aquellas cintitas y la cadenilla preciosa signifi- caban lo atada y unida que había estado siempre a la san- tisima voluntad de Dios y a la obediencia. El día 21 de enero de 1901 había muerto en el conven- to donde ella moraba Sor María Marta, y el 16 o 17 de marzo, en la sagrada comunión, la vió rodeada de lla- mas y padeciendo mucho... Por la tarde del mismo día halló su cama llena de llamas; era la misma religiosa, que venía de parte de Dios, suplicando la librara de aquel fuego haciendo una disciplina en unión de la Madre. To- da acongojada y triste al ver el estado de la difunta, fué () Defensa

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