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74 LA PERLA DE LA HABANA Padre formularia tales preguntas. La Madre que recibió el recado en el torno advirtió en él un aire de pretensión y como de fiscalización; contestóle que nada de eso pre- guntaría a Sor María Ana, por suponerlo una indiscre- cion e imprudencia; pero cuál no sería la sorpresa de la buena Madre cuando Sor María Ana, sin precedente al- guno, le dice: «Madre, digale a ese señor que el P. Do- mingo no quiera echar la cruz que Dios le envia, y él que mire bien cómo vive». No era raro en aquel sagrado convento verze una mon- jita en una tentación o apuro espiritual, pasar por la pie= za donde estaba Sor María Ana, y ésta, con voz dulcísi- ma, llamarla, y al eco de aquella voz desaparecer la turbación... Otras veces con el roce de su santo hábito, y sobre todo cuando se la podía coger alguna de sus ma- nos..., obraba estos efectos. Testifica Sor María Paz que le ocurrió muchas veces pasarla Sor María Ana su mano por la cabeza y sentir interiormente efectos que no se saben explicar. «Estan- do un día sola con ella, y haciéndole unas preguntas de algunas cosas que tenía en mi interior, me contestó a ¿odo como ilustrada del divino Espíritu, porque me ma- nifestó cosas que sólo Dios y yo sabíamos, hasta de cuando era pequeñita. En esto de penetrarme el interior y saber todo cuanto yo tenía por dentro, tengo tantas ex- periencias que ni los pecados, por ocultos que fueran, ni la más mínima inperfección se le ocultaba» ('). La sin- ceridad de la monja termina esta relación diciendo: «To- do esto que digo es certísimo y hasta, si es preciso, lo juraré». Hallábase cierto dia Sor María Perseverancia—la cual (1) Manuscrito de Plasencia,

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