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64 LA PERLA DE LA HABANA la Madre Abadesa los pañitos empapados en sangre, y era tal la fragancia que exhalaban que no hay flores ni esencias a que compararlos... Una vez notaron las mon- jas que uno de los pañitos tenía marcado con sangre un corazón. ¡Qué consuelo causa leer estos pasajes tan ad- mirables! ¡Cómo se complace nuestro Señor en ostentar el imperio de su gracia en los corazones de los ino- centes! Más de uno de nuestros lectores, tal vez tocado de in- credulidad, ambiente de la época, hará un gesto de sor- presa ante estos relatos. ¿Mas por qué razón? ¿Es que no se pueden ctorgar hoy las gracias que en otros tiempos se concedieron? ¿Es que se le ha puesto a Dios algún veto para que se comunique con sus siervos como en otras épocas? ¿Es que otra vez hemos de volver al mismo ar- gumento del histerismo o de la complexión sexual? Pues repitamos con Sta. Teresa de Jesús que las razones que le había explicado San Pedro de Alcántara sobre la ap- titud para recibir estas comunicaciones estaban todas de parte de la mujer (*). Fácilmente se dice una frase grosera o despectiva, v. g.: bobadas de mujeres. ¿Pero no era una mujer San- ta Teresa que se adelantó a los mismos médicos contem- poráñeos en la distinción y análisis de las cuatro espe- cies de melancolía, tales como las caracteriza la ciencia de nuestros días (*), que describió la catalepsia con exac- titud notable?... ¿No lo era también la virgen de Sena, la consejera de los Papas, principes y grandes, sobre los más graves negocios del Estado, y que logró sacar casi por sí sola a su país y a la Iglesia de aquellas intrinca- (0) Vida, cap. X, 4. (2) «Sainte Ther.», cap. IX, pág. 192.

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