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SOR MARÍA ANA DE JESÚS lo que el R. P. A. Ponlain decía, con gran exactitud, del místico Juan de la Cruz: «Experimentó, por lo que se re- fiere a estas cosas, cierta especie de antipatía, no sola= mente a causa de los mil engaños que produce el demo- nio y la imaginación por su medio, sino también en virtud de su idea fija, que consiste en separar todo lo ue no es de Dios mismo» (*). Estos fenómenos en ninguna manera pueden consti= tuir la santidad; más aún, en los medios en donde se for- man de ordinario los santos, estos hechos empiezan siem- pre provocando la inquietud y la sospecha. Se teme que o provengan de cierto desorden o lo produzcan, ponien- do a una prueba demasiado ruda el espiritu y la organi- zación del sujeto que los experimenta (*). Esto es lo que ocurrió precisamente a nuestra humilde capuchina... No le valía a ella el rogar y suplicar a Jesús que nada de eso quería. Tuvo que experimentar la amarga prueba de que habla el ilustre Joly, y que ella soportó con admirable paciencia y paz de corazón. Digamos, empero, siguiendo al mismo autor de la «Psicología de los Santos» y a San Juan de la Cruz, que «no conviene ser enemigo sistemático ni maltratar a los que los experimentan; basta mostrarles los peligros que consigo traen y desviarlos de ellos suavemente» M. Sor María Ana estaba bien persuadida de que ni me- recía ñada de las cosas extraordinarias que le ocurrían ni era ese el camino mejor, y que valia más un solo acto de la voluntad en caridad que todo el bien que puede es- perarse de todas esas revelaciones y exterioridades. (1) «Le Mystique de Saint Jean de la Croix», p. 44. (2) «Psicología de los Santos», E. Joly, pág. 89. (3) Tbid.

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