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dr nn 52 LA PERLA DE LA HABANA cansaba de insistir hasta que consentíamos por lo menos en simularlo... Lo que la detenía era carecer de obe- diencia para repetir mil veces semejantes actos de hu- millación... ¿Qué lugar más propio, diría dentro de si, para que escupa una religiosa? Ellas son dignas Esposas de Jesús, yo indigna sierva suya... mis mejillas debían servir de blanco de desprecio a ellas... ¡Con qué gozo hubiera recibido Sor María Ana tales desprecios! Pero conocía que la humildad verdadera no estaba en exte- rioridades y se sometía a la obediencia como medio se- guro de acertar. Desde que entró en el convento trataba a su cuerpo como a jumentillo, diciendo:.. «De hoy más, el jumento de casa y tú seréis una misma cosa». Era grande el rigor con que lo trataba desde antes de ser religiosa, pues a los diez años próximamente, compró una disciplina de estrellitas y se dió una tan recia carga de golpes, que se encontró toda bañada en sangre y como metida en un charco... Con el fervor y el deseo de humillar la carne, no atendía ni a su corta edad ni a la blancura de los ves- tidos que usaba y que resultaron teñidos de púrpura... Apenada siempre porque aquello no podia menos de no- tarse, clamaba al Señor, a la Santísima Virgen y a San José... De pronto, por medio maravilloso, vióse curada de los recios golpes y repuesta como si nada le hubiera pasado; los vestidos en su color de arminio, sin señal al- guna que pudiera delatar la sangrienta disciplina... Ocu- póse entonces en limpiar el suelo para que no quedara ni aun allí vestigio el más leve de su penitente hazaña. Quería que todas aquellas cosas y los favores es- pirituales quedasen ocultos y conocidos sólo de Dios... Por eso, ya desde niña, tenía mucho cuidado en ca- llarlos y harta guerra la dieron luego los enemigos por
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