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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 49 grito sagrado: «¡Viva la cruz, viva el padecer!» Como la humildad jamás piensa en sí misma, sólo ella ignoraba que poseyese tan bella condición. Y como no pensaba como el mundo, lo que en los servidores del mundo de-= cide siempre en última instancia, es a saber, el juicio de la muchedumbre, el propio honor, carecía de importan= cia para ella. Como alma verdaderamente de Dios, asentada en la verdadera humildad, así como lo suyo nada le podía im- portar, en cambio todo lo que provenía de Dios y condu- ce a El la entusiasmaba, sin preocuparse de que el res- plandor divino recayese sobre este o aquel... Por eso miraba con ojos de alegría las buenas prendas de sus Hermanas, escuchaba con agradecimiento las alaban- zas a eilas prodigadas y buscaba siempre en toda obra la gloria de Dios y el bien de sus Hermanas... Aquella palabra de San Pablo «con tal que Jesucristo sea predi- cado» (*), evita los escollos de esas pequeñas envidias y de esas discusiones horribles que nunca terminan y que deslustran muchas veces las primeras lumbreras de la Iglesia misma, impidiendo, de rechazo, tanto bien. Podemos decir sin exageración con respecto a Sor María Ana lo que se dijo de Santa Gertrudis: «La virtud que brillaba en ella por modo particular era la humildad, esta base de la gracia, este antemural de todas las virtu- des. De tal modo se consideraba indigna de los dones de Dios, que no podía imaginarse haberlos recibido para su propio bien. Considerábase únicamente como un ca= nal misterioso por el cual Dios quería conducir las gra- cias a sus elegidos» (*). (£) Phil., 1-18. 2) Gertrud., «Legatus divine pietatis», 1-11.

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