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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 45 Nuestra ilustre biografiada no encontraba lugar a pro- pósito para esconderse cuando semejantes aconteci- mientos la ponian en evidencia... Ella, que desconocía la vanidad hasta en su nombre, temía sentir la vergúenza de si misma en semejantes ocasiones... Una religiosa, agradecida a los muchos beneficios que Sor María Ana le había hecho con sus consejos y ora- ciones, suplicóla la permitiese tratarla de Madre y no de Hermana. De verdad, aseguraba la religiosa que debía a la Sierva de Dios más que a su propia madre. Oirla y echarse a sus pies de rodillas y suplicarla por amor de Dios no la tratase así, todo fué uno... Decíale que nada era de ella, que todo lo hacía Dios valiéndose de ella co- mo de instrumento ruín y miserable... Suplicóla fer- vientemente «que la encomendara al Señor para que la hiciera toda suya, siquiera una hora antes de morir». A pesar de la contrariedad que experimentaba Sor María Ana en oir el nombre de Madre y no de Hermana, tuvo que acostumbrarse a ello, porque las religiosas, por ve- neración, respeto y amor no la podían dar otro nombre que ese que llenaba su corazón y significa lo que ver- daderamente era la Sierva de Dios para todas: Madre, lo mismo en la solicitud que en el amor. Comprendiendo, al cabo, ella el placer que las religiosas tenían en ello y los misterios que Dios quiso revelarla, permitía que la lla- masen Madre, dirigiendo este honor, no a ella que no lo merecía en su juicio ni lo quería, sino al misterio pro- fundisimo que con sagrado respeto lo guardaba en su co- razón. Cuando ella llamaba a una religiosa A¿¡4, era tan dulce la impresión que dejaba, que causaba particu- larísima devoción. No gustaba ciertamente de niñeces, pero era complaciente y buena hasta la ternura mater- nal. Precisamente, el sentimiento de humildad se her-

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