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A ES 42 LA PERLA DE LA HABANA al restablecimiento del orden en el corazón. Ni se olvide que el orgullo es un veneno tan corrosivo que sólo puede ser curado con un antídoto eficacisimo (*). La manera de conducirse los santos en medio de sus méritos, nos pro- porciona ese antídoto. En la vida del individuo como en la de la humanidad, es raro que decida la clara con- yicción de la inteligencia. En la inmensa mayoría de los casos decide la inclinación del corazón. El corazón debe ser arrastrado por la influencia de los ejemplos de seme- jantes muestras, que, en una esfera menos viril, han des- arrollado mayor vigor y energía espiritual. Débil auxilio hubiese prestado la Revelación a la humanidad si, ade- más de haber purificado y esclarecido la inteligencia, no hubiera formado estos ejemplos de admiración y de imitación que interesan el corazón. El orgullo, que hace al hombre incapaz de ser bueno hasta desde el punto de vista natural, no quedará vencido hasta que sufra la de- rrota de la confusión... El orgulloso ni siquiera escucha las prescripciones de la fe (*); menos las obedece. Creer no es empresa de orgullosos, sino de humildes, dice San Agustín con admirable conocimiento de causa. Pues bien, deténgase el hombre ante estas luminosas figuras de la humildad cristiana y quédese confundido. La at- mósfera fría del orgulloso permanece perpetuamente es- téril. El alma de la persona humilde produce siempre ma- ravillosos frutos... ¿Cuáles fueron en Sor María Ana, tanto los actos de humildad como sus frutos? Todavía apenas hemos rec>gido en el fecundo campo de su historia las henchidas espigas de la abundosa co- secha de humildad. (*) 8. Agust., Serm. 163-8. 4) S. Agust. Serm. 160-3.

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