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32 LA PERLA DE LA HABANA Es que, al unirse a nuestra naturaleza, Jesucristo se hizo nuestro hermano y la cabeza del género humano, elevándonos así a la altísima dignidad de hijos adoptivos de Dios. En virtud de esta solemne y sobrenatural adop= ción, todos los cristianos formamos una sola familia, cuyo padre es Dios y cuyo primogénito es Jesucristo; compar= timos con El sus derechos a la herencia celestial, y por eso participamos en la Iglesia de las misma gracias y de los mismos sacramentos, comiendo todos en la misma mesa el pan de la Eucaristía. Estando unidos a Jesucristo y a su Iglesia de una manera tan especial, además de las relaciones de proximidad que tenemos de común con todos los hombres, hay entre nosotros un lazo particular, fundado en la unión con Jesucristo y se- llado con la preciosa sangre del Redentor. De aquí que no solamente seamos prójimos; somos hermanos y obli- gados a amarnos mutuamente, como miembros de un mismo cuerpo y de una misma familia. Habiendo Jesu= cristo entregado su ¡vida y su sangre por todos, todos llevan consigo los derechos al amor, y, por ende, este afecto no debe parar en los que nos corresponden, ha de llegar hasta las personas que nos odian, devolviendo bien por mal, según el mandato del mismo Salvador: Orate pro persequentibus et calumniantibus vos. Si sólo amásemos a los que nos aman, ¿qué merced recibiría- mos? Eso pueden hacerlo hasta los gentiles... Los Santos tenían delante la frase del Maestro... «Amaos unos a otros, como yo os he amado». ¿Tenemos siquiera una idea de los deberes que semejantes palabras nos impo- nen? Sor María Ana, aleccionada en la gran escuela del Corazón de Jesucristo, amaba con cariñosa preferencia a los que parecian más contrarios a ella; así demostra= ba que su corazón vivía de la influencia de la gracia del

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