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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 31 del poder que el Señor la daba, y rara vez lo hacia por medios sobrenaturales; lo ordinario, cuando alguna re- ligiosa se sentia mal, era acudir a las medicinas, ya de la botica, ya a las que ella misma hacía, porque sabía tanto, tanto de todo esto, que era una maravilla». Lo maravilloso aquí era su caridad inagotable y su humildad tan legítima y verdadera, que, por no ostentar los pode- res que Dios le confería, usaba cualquiera cosa como medio curativo, a fin de que no se le atribuyese a ella la curación o alivio, según la voluntad de Dios. Por eso añade la cronista: «Muchas veces nos quedábamos admi- radas de qué medios se valia y qué cosas se le ocurrían a su grandísima caridad para el alivio de las enfermas... pero muy en particular se esmeraba en el alivio de Sor María Inés, que casi siempre estaba enferma». Recordarán nuestros lectores que esta monjita fué el instrumento de la permisión de Dios para contrariar y mortificar a Sor María Ana... Dice la crónica de Sor María Paz que dicha religiosa tenía a la Sierva de Dios como odio mortal (*), y que, por lo mismo, era la que ella más amaba y con la que más se esmeraba, pagando así beneficios por agravios. Este linaje de caridad es bien propio de Santos. HI Para ellos el termómetro infalible de amor celestial era el amor al prójimo enemigo... «Por aquí conocerán todos que sois mis discípulos, decía el Maestro (?), si os tenéis caridad y amor unos a otros.» (2) No se tome esta palubra en el sentido estricto que tiene, sino «omo modo de expresar la antipatía y desvio natural de que a ve- ces existen ejemplo entre las mismas almas espirituales. (2) Joan, XIIT, 35.

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