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AN 4 pr | o l Y A . AC 304 LA PERLA DE LA HABANA ce, y con una naturalidad siempre, que no se inmutaba por nada ni las tribulaciones la abatían, pues en la per- secución de los diablos se mostró siempre como si no fue- ra con ella; de todas las gracias y favores extraordinarios no se la daba nada, y sí de la observancia de la santa Re- gla, pues, al morir, sus últimas palabras fueron inculcar= nos «que fuéramos muy observantes». En una ocasión nos dijo a otra religiosa y a servidora, que estábamos con ella hablando del amor de Dios: «Yo las tengo envidia, porque pueden amar a Dios con más perfección y más desinteresadamente que yo le amo». Hasta aquí llegaba su humildad profundisima y el poco caso que hacía de los favores y gracias extraordinarias. «Las profundidades del mar (nos decía en otra ocasión), me parecerá flor de agua para esconderme yo, y todas mis cosas.» Los des- precios, las humillaciones y la cruz, eran su mayor gloria. Yo, pobre miserable, la fuí bastante contraria por al- gún tiempo, hasta tal punto de tergiversar sus cosas en mal sentido, y no sé a lo que hubiera llegado si Nuestro Sañor no hubiera tenido misericordia de mí, por medio de ella, que estaba viendo lo que por mi interior pasaba, y me correspondía con finezas y beneficios. Una religiosa me aconsejó que procurara estar algún rato a solas con mi querida Madre y que hiciera alguna prueba con ella, y después vería cómo quedaba mudada. Procuré hacerlo, y fué el 22 de enero de 1902, por la no- che; estuve con ella sola más de una hora; estábamos a obscuras y sin luz artificial, con puertas y ventanas ce- rradas; sus ojos daban luz a la habitación donde está= bamos, como si fueran dos hermosos luceros; los tenía elevados al cielo y como si estuviera extática; entonces wi y sentí cosas que me es imposible decir ni explicar;

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