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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 267 No dudamos que luego contribuyó mucho a tallar aque- lla alma riquísima, a pulir aquel diamante celestial. Nuestra opinión, pues, acerca de la actitud del venera- ble Prelado, es que trató de colocarse en un terreno pru- dencial como Pastor y jefe de la Iglesia placentina para no dar motivo a que la incredulidad achacase de fácil a la autoridad en la sanción de sucesos y casos extraor- dinarios. ¿Había razón para ello? En estas ocurrencias toda prudencia es poca... Recuérdese aquella famosa cla- risa de Córdoba llamada Magdalena de la Cruz, que lle- gó a ser como el oráculo de España, consultada por prín= cipes y reyes y por los mismos Pontifices acerca de los asuntos de sus Estados o de sus Diócesis. Cosa más asom- brosa no la hemos leído jamás... Les revelaba secretos al parecer impenetrables, descubría acontecimientos que tenían lugar muy lejos de ella; vió, por ejemplo, a Fran- cisco 1 rendir su éspada en Pavia, y a Roma saqueada por los imperiales. La multitud, seducida, la admiraba de continuo y se exaltaba más y más su creciente adimira- ción por Magdalena. En las fiestas solemnes caía en éx- tasis, levantándose con frecuencia a dos o tres pies sobre el suelo... En fin, cierto día, en 1546, atravesó un rayo de gracia las tinieblas de esta mujer y en medio de la cons- ternación general se arrojó a los pies de un visitador de su Orden y, despojándose de la máscara de su hipocresía, confesó que por astucias sacrílegas y tratos con el de- monio, había engañado indignamente la confianza de sus Hermanas y la opinión pública... Es un acontecimiento bien triste de aquel siglo xvi, que tantos Santos dió a la Iglesia española; junto a ella, florecían otras almas verdaderamente prodigiosas, y la vanidad y el espíritu de aparecer como ellas pudo llevar a la famosa monja por esos caminos de engaño... Santa

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