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20 LA PERLA DE LA HABANA do su honor y su gloria antes que nuestra natural com- placencia... Es cierto que las almas religiosas deben su- perar al mundo en perfección interior y en esfuerzos para lograr la santidad, pero todo será en vano si no nos dedicamos, más que el mundo, a conocer y amar a nues- tro Señor y Dueño... «Marchad según el espíritu» (*), y entonces, muerto poco a poco el propio amor, brillará con destellos de santidad el amor divino... ¿Y puede apetecerse cosa mejor, ocupación más sa- brosa y recompensa más sublime que la que brota del mismo amor?... ¿Es que nos hemos hecho la ilusión y el engaño de que ese amor nos deja muertos y sin sentidos para gozar? Ida de Lovaina sentíase embriagada por la proximidad del Espíritu Santo y tan llena de vida y de dones que, olvidando momentáneamente el tiempo, la tierra y la existencia humana, consideraba como el rei- no de Dios el sitio en que se hallaba; abarcaba de un solo golpe de vista todas las épocas; no prestaba aten= ción a las cosas de la tierra, y no comprendía cómo los hombres que estaban en torno de ella dejaron de ver el interior del cielo a través de los techos y de los muros. (*) Nuestra esclarecida capuchinita podía repetir con otra hija del seráfico Padre: «No es fácil referir las delicias que gustaba en Dios, el bien que en El experimentaba, los consuelos que el Señor me daba, el rocio celestial que me inundaba». Sino que Sor María Ana quería puro amor, puro padecer; y nada gozar. Un día en que Matilde de Magdeburgo, una de las al- mas poéticas más hermosas que han existido, según se ha (4) Galat. Y, 16. (2) Hugo, «Vit. B. Ida Lovan», 2, 1-2. Bollando, 13 apri.

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