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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 235 y otros objetos, y hasta flores, para que los tocaran al santo cuerpo, como la gente decía... Lo notable y pro- digioso es que todos los vbjetos que se ponían en contac= to con el cadáver, se impregnaban de la misma fragan- cia que desprendía el cuerpo inerte de nuestra gloriosa Sor María Aua... No sé a qué punto hubiera llegado la discreta o indis- creta devoción del pueblo a nó dictarse una orden pro- hibiendo que se tocaran más objetos..., como se cumplió exactamente... Detalle conmovedor fué el que ofreció el médico de cabecera, D. Narciso Díaz de la Cruz... Entró a poco de morir y la vió tan bella, dice la religiosa citada más arriba, que se acercó, le besó las manos y se puso de rodillas a llorar delante del cadáver... Había conocido el piadoso doctor los quilates de per= fección de aquella venturosa capuchina... Había decla- rado el fracaso de la ciencia con respecto a explicar ciertos fenómenos que en clla registraba y la veneraba como lo que realmente era y a las claras se declaraba... Se retiró el inteligente y caballeroso doctor exclamando: «; Qué fragancia tan exquisita!»... (*) Si el cuerpo despedía tan rica fragancia cuando debía correr a la descomposición convirtiéndose en montón de elementos patógenos, qué deberá pensarse de su alma?... Pero continuemos la relación de la religiosa, que el P. Yagie aduce en su Defensa, «También notamos todas, y lo podemos jurar, que hemos visto salir sangre fresca de su cuerpo; corría gota a gota por la tarima al suelo y no estaba corrompida... Lo menos hacía 15 horas que había muerto cuando pu= (1) «Defensa», del P. Yagíie.
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