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234 LA PERLA DE LA HABANA rior, después que el imperio de la muerte ha separado aquella complejidad del ser lumano, volando el espiritu al cielo y dejando el cadáver en la tierra, para seguir esta historia, tenemos que fijarnos en el cadáver, ya que nos sea imposible seguir de otro modo que con el deseo la dirección del alma. A e o «Quedó después de muerta—dice una religiosa—lindí- sima y hermosísima como estaba en vida; no, no tenía el frío que tienen los cadáveres... Toda la noche estuvi- mos junto a ella, y yo muchas veces le besaba las ma- nos y la frente y nunca la encontraba con esa frialdad de los muertos... Parecía que estaba dormida; sus labios le quedaron un poco entreabiertos, con una sonrisa dul- cisima y encantadora; la nariz tampoco le quedó afilada, sino natural, como cuando vivía. De la boca salía una fragancia como si tuviera allí un ramito de jazmines y p violetas; de las manos era otra fragancia distinta la que exbalaba: se parecía a nardos, pero muy fina; y del co- razón despedía, igualmente, fragancia tal que no se puede comparar con nada» (*). OS Tiempo hacía que para una buena parte de la ciudad a de Plasencia no era un secreto aquel tesoro que se es- condía entre las austeras paredes del convento de las pobres capuchinas. Sor María Ana había cobrado fama ; de santidad; y prueba evidente de ello eran las súplicas y recomendaciones que llovían al convento, con objeto de que las atendiese la Sierva de Dios... Ya hemos visto A cómo se dejaba notar la influencia de su oración; por ¡ eso, cuando corrió la noticia de su muerte, acaecida a ! las siete de la tarde del día 9 de agosto, ya por la ma- ¿ ñana llovian rosarios, escapularios, medallas, pañuelos í ! $ il (1) Sor María Paz. y + O A a

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