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a OTAN ETA Rs RAI A E AS Pe 228 LA PERLA DE LA HABANA ¡Salve, virgen capuchina!; al mirarte en esa región de la felicidad, invocamos tu amor... Fuiste la imagen del justo, que crece como la palmera y se multiplica como el cedro del Líbano... Dios ha premiado tus méritos, lo cree- mos firmísimamente. El Esposo de tu corazón celebró contigo los eternos inefables desposorios cuyo preludio y aviso fueron los que con El celebraste en la vida... ¡Salve, mártir del amor! Porque tu corazón fué un vol- cán de amor, es ahora tu alma un globo de luz... Se nues- tro camino y guía en el arduo empeño de conquistar esa morada de dicha imperdible... En las luchas de la vida interior tienen los más fuertes horas de peligrosa de- bilidad, y los más sabios momentos de perplejidad com- pleta...; tú, gloriosa Sierva de Cristo, nos fortalecerás desde ese trono donde, con absoluta sujeción al fallo ul- terior de la Iglesia, creemos que te encuentras con Dios... Al terminar de narrar la vida de Sor María Ana, al verla ahora trasplantada a la gloria como un rico joyel que brillará eternamente en la corona del Rey inmor- tal de los siglos, pensemos un poco en nosotros y en el cielo... A donde quiera que volvamos la vista, nos encontra- remos con regueros de luz como señal del paso de los Santos... ¡Oh, los Santos; sí, eran Santos! ¿Pero no eran también hombres como nosotros? ¿No tenemos el mismo origen, el mismo fin, los mismos medios? En vez de que- darnos como asombrados e inactivos al pronunciar esa exclamación, no era mejor que nos hiciéramos estas preguntas: Cómo se hicieron santos? Cuál es la manera de hacernos santos? Cómo podremos llegar nosotros a ser santos? La idea que se ha formado el mundo de los caminos que conducen al cielo y de las complicadas máquinas

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