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| ll Y | Me ' W 4 PP PP O A AR pa 0 cn eme A PX 220 LA PERLA DE LA HABANA Eduardo y le aplicase el remedio que había mencionado;. tal vez, aunque sufriese por el momento, sentiría des- pués algún alivio en su mal... La sufrida esposa de Cristo replicó con aquella voz y aquel continente tranquilo y obediente: «Sí, bueno, tudo lo que quieran; que ponga fuego aquí, a ver si este corazón se sacia...» La dificultad con que ya hablaba impedía percibir las últimas palabras... Volvió, pues, el doctor... aplicó el fuego en todo el pecho y no hizo la enferma ni un leve movimiento... El deseo de padecer y de morir en cruz sufriendo con Cristo la confortaba y llenaba de gozo... Recibió el Viático con tanta vehemencia de amor que parecía querer escapársele el corazón del pecho... No- bien hubo recibido al Dios de su corazón, una hoguera se calmó con otra hoguera; cerró los ojos y quedó exlá- tica... Esto era a la una de la tarde; a las tres recibió la Santa Unción... ; Ni un momento perdió la diafanidad y encañfito de su rostro... Como niña mimada de Dios, sonreiase prome- tiendo a las monjas muchos dulces... «Tengo muchos dulces, muchos»... ¿Pero cómo eso, la replicaban, si no tiene nada? Dónde están los dulces? «Son otros dulces los. que yo digo», replicó..... Las Hermanas sentian profundamente la separación de tan pura y amable criatura... Ella, empero, ganosa de lanzarse al seno de su Dueño y Señor, exclamaba: «¡ Pero, si no me dejan marchar! Déjenme que me marclie; adiós, adiós.....» Desde que recibió la Santa Unción, dice cl P. Ya- gúe, se le puso un semblants bellisimo, dibujándose en él una sorisa angelical... Algunas veces abria sus her- mosisimos ojos y los fijaba con atención, como si estuvie- ra viendo muchas cosas que nosotros no veíamos; pero

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