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144 LA PERLA DE LA HABANA Es verdad que la mayor delas fatigas para nuestra cándida religiosita era el asedio, digámoslo así, en que se veía de favores... Hemos ya afirmado y volvemos a afirmar que nos es imposible reseñar todos estos favores, y que de propó- sito, por no ser hora, omitimos cosas que la condición de los tiempos no está propicia para creer..... Pero, tornando a su amor a María, de suponer es que en aquel pecho, herido varias veces por el dardo del amor de Dios y que en ocasiones parecía querer rom-= perse para dejar al corazón volar a Dios, junto con este intenso amor al Hijo, como flor de un mismo tallo, brota- ba el amor a la Madre y se agrandaba a medida que se agrandaba el incendio divino..... Aquel lema de S. Bernardo ad Jesum per Mariam, practicólo con suavisima fidelidad, por lo que mereció que un día se le apureciese la Virgen con otros Santos, la abrazase tiernamente y le dijese: «Hija mía, en señal de amor yo te entrego mi Hijo...» Por eso sentia Sor María Ana tanta dulcedumbre y tanta poesía casta al pronunciar el ternísimo nombre de María, encantador poema del amor de las virgenes y so- berana Reina de los corazones puros... Y no en vano hemos dicho que entre la Madre de Je- sús y nuestra regalada biografiada había muchas seme- janzas... El mismo Salvador quiso pronunciar un día, refiriéndose a Sor María Ana, estas bíblicas palabras: Quam pulchra es et quam decora charissima. Ni se desdeñó Jesús de llamarla muchas veces madre y de en- carnarse misticamente en su seno virginal, como consta por documentos de sus directores, que tenemos a la vis- ta, y que, Dios mediante, aparecerán más tarde... Oiga- mos a la misma Sierva de Dios, que, para la cuenta de diia de

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