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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 135 solas la Madre Abadesa y Sor Maria Anita en el coro alto, al entonar el Gloria in excelsis, conoció, cómo fué verdad, haber sido favorecida con la comunión en aquel mismo acto... En uno de los días de Navidad de otro año, en que también le dió de comulgar nuestro Señor, vió la dicha Madre en la boca de Sor María Ana la santa Hos- tia, «pero era más grande y mucho más blanca». Según el relato fidedigno y auténtico de las religiosas, uría fragancia exquisita llenaba el coro, el claustro, la escalera y todo por donde pasaba, sobre todo en el acto de comulgar... Creeríase que iba tras el olor de su Ama- do y que Este la henchía y envolvía en sus regalados aromas eucarísticos. Toda ella era como un esbelto lirio o azucena en cuyo cáliz se elaboraba por la Eucaristía, perpetuada por fa= vor especial en su pecho, el rico tesoro de aquella esencia que le acompañaba constantemente... La semejanza de Sor María Ana con la delicada azu= cena, es exactísima... Podíamos llamarla, a boca llena, la azucena eucarística... Todo en ella era blancura, deli- cadeza, primor, exquisitez... y luego ese perfume que despedía todo su ser... No decimos esto sin fundamento en que apoyarnos: lo han declarado sus mismos Directo- res y lo declara Sor María Paz, con estas palabras: «No sólo en la comunión, sino todo el día, y todos los días y horas, exhalaba una fragancia delicadísima; solamente con cogerla una mano, se la apegaba a una dicha fra- gancia; la del corazón, todavía, si cabe, era más fina que la de las manos; y la de sus pechos era tan exquisita que se parecía a nardos suavísimos... en fin, de la boca, de la cabeza, de todo su cuerpo, la despedía, y no en días se- ñalados, como se lee en las vidas de muchos Santos, sino
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