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8 LA PERLA DE-LA HABANA fué aquel famoso Cántico del Sol improvisación mara- villosa que el «rey de los versos», Fray Pacífico, redujo a ritmo más exacto y que los antiguos cronistas nos han transmitido con el nombre de Himno de la Creación ('). Pero en prosa mansa y sabrosísima decía tambión el Se- ráfico Patriarca: «Mi Dios y mi todo: Qué sois vos ¡olz dulcísimo Señor! y qué soy yo, criatura frágil y vil gusano? Quisiera amaros, quisiera amaros; oh Santísimo Señor! ¡Oh Dios de amor! a Vos consagré mi corazón y todo mi cuerpo y si supiera cómo hacer más por Vos, más haría, como es mi deseo» Ek Contagiada dulcemente por estos seráficos ardores en que tantas veces pensaba con inefable envidia, decía nuestra Sor María Ana en uno de sus manuscritos: «Dul- cisimo Jesús de mi corazón, te consagro mi existencia, te sacrifico mi alma, te ofrezco mi vida entera; todo mi amor te pertenece. Tuya seré para siempre, me he unido a Ti eon los lazos de la obediencia, pobreza y castidad... Sí, dueño de mi alma, ¡Tuya!.. para siempre tuya...» Y, puesta a transparentarse y desbordarse al exterior, añadía: «En las redes de tu amor apasióname, Bien mío. (*) Cherance, pág. 833. San Francisco, en efecto, se explayó en divinas canciones, llevado del amor; la autenticidad de algunas de ellas es insegura. Pero no hay duda que sería injusticia, y muy grande, no reconocer como fruto de su inspiración arrebatadora el celebérrimo Cántico di frate Sole. M. C'abbe R. Thinot, maestro de capilla de la Catedral de Reims, siguiendo el ejemplo del Padre Clop, O. M., ba puesto en melodía gregoriana el Canto del sol de San Francisco, versión francesa de Ozanam. El acompañamiento de órgano es de Ch. Penauld, profesor de Reims. (2) Cherance, «Vida de $. Francisco», 331. Quien quisiere cono- cer algo el genio poeta y místico de San Francisco, debe leer los «Poetas franciscanos», de Ozanam, enamorado de la santidad de aquel loco de amor, ce fou amour, como llamaba Lacordaire al Po- revello, del monte Subasio, Realmente ninguna figura más tierna y atractiva que la suya, alma amasada de ingenuidad y de amor, de cortesía y de amabilidad exquisitas, alimentada con la más pura savia del Evangelio, que le había enseñado a no saber condenar ni maldecir, como escribía en L'Osservatore Romano Ernesto Jollonghi.
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