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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 123 corazón el ofrecer sacrificios por los pecadores (*), acudía al altar en busca de esa gran victima para ofrecérsela al Padre...; de ahí nacía su devoción acendradisima a este adorable misterio... Ella unía en su curazón la cruz y la Hostia... No quería apartar el dolor del amor, el misterio de la expiación del otru misterio de paz y de unión... Je- sucristo instituyó precisamente antes de su Pasión este adorable sacramento para darnos a entender, como dice el P. Nicolás Grou, cl enlace misterioso que hay entre este sacramento y la cruz... Al instituirlo transformó se- paradamente, y por dos acciones distintas, el pan en su cuerpo y el vino en su sangre, para manifestar la efusión de su preciosisima sangre, que debía realizarse en la cruz hasta la última gota... Así lo declaró Jesús mismo al de- cir: «bebed, todos, porque esta es mi sangre, que será de- rramada por vosotros para la remisión de vuestros pe- cados» (*). Quiso, pues, el Señor, que su cuerpo, en la Eucaristía, conservase el carácter de víctima y!su sangre el de un licor esparcido sobre el alma para la remisión de los pecados... Mas, por otra parte, dispuso también que este Sacra- mento fuese el aliento indispensable y necesario de nuestras almas, de tal suerte, que éstas no pudiesen con- servar ni acrecentar en si la vida de la gracia sino por este medio... Si pues el Señor desea que el recuerdo de la cruz se mantenga imborrable en nosotros y que al co- mulgar lo refresquemos, también quiere dársenos como manjar de vida eterna... Al nutrirnos con su carne de- (1) Tal era el amor de Sor María Ana a los pecadores, que reco- mendaba constantemente la oración por las almas. Dijo en cierta ocasión a una religiosa que cuando en la oración no tenía con- sideraciones, se conformaba con repetir interiormente: «Dios mío, dadme almas para Vos». (', Math., 26-28,

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