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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 57 soberanamente sobre cuanto toca. Sus años de pre- paración, digámoslo así, aunque en ella todo fué espon= táneo al darse a Dios, se deslizaron sin ruido en la pre- sencia de Aquel que se le declara desde la primera hora dueño y señor absoluto. Ya su hermana mayor nos de- claró que era reservadisima en todo lo que hacía; pero el diamante herido por la luz del sol no puede menos de brillar. Brillaba Angelita a la vista de los que la trata- ban con intimidad como luz de estrellas, y hasta en me- dio del océano, entre las aguas del Atlántico, se derra- maba en fulgores. Ya hemos podido comprender que para Angelita «Dios era todo y el mundo era nada». Si pudiésemos escribir todo lo que la aconteció en la trave- sía desde la Habana al puerto de Santander compon- dríamos páginas que harían sonreir, por creerlas inve- rosímiles, a más de una joven de su edad que no haya sentido, como ella, lo que son las dulzuras del amor de Dios y el valor del sacrificio, hecho por El. Pero no se crea que, por tener sentimientos tan ange- licales y vivir toda de Dios, su virtud resultaba antipáti- ca. Sabía ser afable; la afabilidad era condición de su carácter y de su educación, que, unida a la virtud, tenía el poder irresistible de atraer los corazones. Angelita era admirada por todos los que la trataban. Sus virtudes, más que sus encantos personales, con ser muchos, sub- yugaban y tenían cautivos a los que en ella fijaban la atención. El día 26 de julio atracaba en el puerto de Santander el gran trasatlántico que conducía a su bordo a nuestra ilustre pasajera. Saludó la tierra española con efusiva alegría y desembarcó, precisamente, en el día de la titu- lar del convento de Plasencia, Santa Ana. Hospedáronla las Siervas de María en la casa que ellas tienen en la ca-

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