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22 LA PERLA DE LA HABANA que parece incomprobable, quedó probado por los efec- tos que aquella divina presencia producía en ella y por la aseveración formal y constante de la misma sierva de Dios, bajo el mérito de la obediencia (*). ¡Con qué placer volaría Jesús a tomar posesión de aquel corazón, forma- do para asiento de sus finezas! Si los misterios del alma pudieran verse y medirse, ¡qué inefables transportes po- dían haberse notado en aquella primera comunión entre el Criador y la criatura! IV Desde niña se había alistado en la Asociación de Hi- jas de María de Habana, y era exactisima en el ejerci- cio de las prácticas propias de las afiliadas bajo las ban- deras de la Inmaculada. Además de la meditación que, en compañía de su hermana Adela, hacía a las cuatro de la mañana, tenía como devociones favoritas la del San- tisimo Sacramento, la de la Santa Virgen y Santa Clara de Asís; a ésta llamábala siempre su santa Madre, como revelando sus futuros destinos. «Acostumbraba ir a misa de cinco, en la que comulgaba, y al regre- sar a casa Adela tocaba al piano unas estrofas de acción de gracias y Angelita las cantaba con todo el fervor de si alma» (*). ¿Querrá saber el lector qué estrofa cantaría aquella sublime enamorada de Jesús? No contenta con la acción de gracias de la iglesia, llevada de aquel amor poético y entusiasta, entonaba, al son del piano, el «Yo soy feliz... Ya nada anhelo, Puesto que mora en mí... El Rey de tierra y cielo». Soberanas estrofas que trans- parentaban su bella alma desnuda de todo lo terreno, (1) De esto testifican, lo mismo que el autor de esta obra, sus mismos directores espirituales. Véase el apéndice. (*) Carta de D.* Candelaria Castro de Batista. | | | |

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