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LA E O y a ad 212 LA PERLA DE LA HABANA la verdad, y, sobre todo, conservó en su alma aquella pureza de costumbres que apreciaron todos sus direc- tores, confesando que jamás encontraron en ella pecado alguno, ni aun venial, consciente y deliberado... No es nuestro propósito hacer de ella un punegírico deslum- brante al estampar esta proposición... Cuando la cono- cimos y tratamos de llegar al fondo de su alma, nos con- vencimos de la verdad, y con nosotros sienten lo propio, por lo menos, dos de.sus directores con quienes hemos podido consultar el caso. Creemos que la fe restableció en aquel'a hija de Adán el dominio de lo sobrenatural en todos sus derechos... No tratamos de ocultar su parte dé- bil como criatura humana... La voz del historiador más o menos elocuente debe ser siempre sincera, ni debe prestarse a bajas adulaciones la pluma destinada a de- fender la verdad... Si solo tratásemos de hacer alguna deslumbradora disertación, no alcanzaríamos con eso nuestro objeto; lograríamos precisamente lo contrario. No podríamos ocultar las miserias conocidas ni aun las que no lo son. Si llegásemos hasta a excusar lo repren- sible perderíamos el derecho de hablar o escribira favor de la verdad, a la que dañaríamos... Creemos, empero, firmemente en el poder de la fe de Sor María Ana, en el mantenimiento de su alma en tan singular pureza de “vida... No parecían corresponder a ella aquellas memorables «palabras de San Agustín, que a todos nos alcanzan: «Te- mes confesar y con todo no puedes disimular lo que no está escondido. Así es que tu silencio te condena, mien- tras que tu cunfesión habriate absuelto (*)». Para no que- darnos aislados en esta manifestación, debemos citar a (1) Agust., Psal. 4 XVI,16,

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