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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 205 eminente, miembro de un Instituto, director de la escue- la francesa de Roma, ha turbado la tranquilidad de más de un alma sencilla o rutinaria, tocando—no tenemos que decir que con mucho respeto—las leyendas de los Santos.» Con todo, era preciso tocarlas, como se retocan nuestras hermosas catedrales para desembarazarlas de los baratillos que las desfiguran y restituirlas a su pure- za primitiva ('). Pero, aunque los hechos que de ellos se cuentan no siempre merezcan la fe invulnerable y ciega, la fe con que ellos procedían y obraban era siempre pura y de una elevación sorprendente. Solamente por la fe emprendieron el camino de la santidad, y a medida que se purificaban y aclaraban en la visión interna del mis- terio, por obra de su contacto con Dios, eran más Santos y más divinos... Si hay hombres veraces de los cuales sea justo confiar o, por mejor decir, tener fe en el va- lor y beneficio de la verdad pura, son, ciertamente, los Santos. Son creíbles porque ellos creen en Dios, y tanto más creíbles cuanta más fe tengan ellos en su Criador... La fe maravillosa que en Dios tienen, les hace ser siem- pre verídicos, sinceros hasta un extremo inconcebible a veces. Como saben que Dios no les puede engañar, obran- do por El jamás tratan de engañar ni de alterar la ver= dad. Si el Santo es un hombre de Dios, no hay que admirarnos de que sus facultades estén sujetas a un tra= bajo profundo, en el cual se elimina cuanto es contrario al servicio de Dios. La fe ilumina este hondo trabajo, tanto más difícil cuanto más profundo y menos sensi- ble... Por nada del mundo desearan ellos apartarse un momento de ese faro de la fe..... Siempre podían temer una ruina irreparable en sus místicos caminos si dejaban (') Enrique Joly, «Psicología de los Santos», pág. 9.

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