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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 183 recreo» (*). Como se dirá más tarde, heredó ella del será- fico Patriarca y de la sublime Santa Verónica de Julia- nis este afecto hacia la cruz de Jesucristo... Pues si de niña le llegaban tan al alma los recuerdos de la Pasión, cuando ya recorría con alientos de heroina los caminos de la perfección la transformaron en verdadera esposa de sangre... Quería amar a Cristo por todos los que le ofen- dían, y con deleite descendería a las llamas del infierno para expiar y para sufrir por todos. Pero si extremaba sus sacrificios era porque sentíase movida por un impulso particular de Dios... El Señor evoca estos modelos de austeridad para probar a ciertas épocas afeminadas lo que puede el hombre cuando seria- mente quiere su rehabilitación y perfeccionamiento por medio del sacrificio. El amora Cristo, el amor a su alma y el deseo de expiar, cooperando a la obra de la reden- ción, eran los móviles de sus espantables penitencias... No aborrecía su naturaleza. No hay que formarse un concepto erróneo en estos asuntos. La naturaleza, aunque degradada, no merece nuestro aborrecimien-= to; pero, por lo mismo que está degradada, es pre- ciso purificarla... San Bernardo, que en el celo impe- tuoso de una juventud inexperta había practicado duran- te algún tiempo excesiva dureza consigo mismo, resume la doctrina referente a este tema en este principio inta- chable: «En la vida natural debemos la salud al cuerpo y al corazón la pureza». En la vida sobrenatural, al cuer- po, según la frase de San Pablo, deben imponerse sufi- cientemente mortificaciones, para que en todas sus ac= ciones el espiritu y el corazón sean sacrificio puro y agradable a Dios (*%). Y aunque la fórmula paulina «no (4) Carta dirigida al P. Yagie. (*) Div. serm , 16-2-3. h h A o H y : . . i

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