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o a 182 LA PERLA DE LA HABANA la línea divisoria entre las grandes almas y los grandes pecadores. Pero si la mortificación ascética, como me- dio de salvación, se impone por la experiencia y por el Evangelio, la mortificación mistica, o sea ese afán de maceraciones, ese vivir crucificado con Cristo y gritar con el alma herida de amor sacrificado: «o padecer o morir», o con nuestra Sor María Ana: «puro padecer», es un calvario donde el Salvador rocia las espinas amargas y duras con su sangre, transformándolas en flores... Flo- res de amor eran las espinas dolorosas para nuestra dul- ce monjita. Nacían dentro del corazón y le rodeaban como una corona de gloria, convirtiéndola en esposa de sangre. Subió anhelante de cruz a lo más alto del sacri- ficio y se asentó victoriosa en el tálamo de las enamora- das del crucificado. Deseaba ella con sinceridad bien ex- traña padecer las penas del infierno para manifestar mejor su amor y fidelidad a su Esposo, enclavado en el madero. IV Aquellos ardores por padecer puramente, eran efecto de su devoción a los misterios del calvario. Desde niña tenía la costumbre de practicar el santo ejercicio del Via Crucis con sentimiento profundo, em- papado en dolor. La Superiora del colegio donde se educó, escribia: «Respecto a su piedad se la vcía rezar devotamente el santo Rosario, y de un modo especial el Vía Crucis, durante el cual derramaba abundantes lágrimas. Nos llamaba la atención ver que a su edad la impresionase tanto este santo ejercicio, pues le hacía palidecer y que- dar tan emocionada y triste que después no quería ir al

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