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178 LA PERLA DE LA HABANA Nuestra admirable Sor María Ana mantuvo en el más alto esplendor la pureza de alma y cuerpo; pero tam-= bién supo imitar al Seráfico Padre en aquellas largas maceraciones del convento de Carcerí, pintoresca casa de oración colgada del monte Subasio (*). Abeja diligente, libaba en los Santos de la Orden, como en flores del Señor, el jugo abundantísimo con que fa- bricaba la deliciosa miel de sus virtudes. Los célebres penitentes de la Orden, como Silvestre, Bernardo de Quintaval, Maseo, Gil, Andrés de Spello, Antonio de Stronconio, no ganarían, con seguridad, en penitencia a esta inocente monjita del convento de Plasencia. Cual torrente que se despeña de cascada en cascada, desde lo alto del monte en profundo valle, así caía desde lo alto de la cruz al corazón de Sor María Ana el río de amor a todo lo que suponía mortificación. El hombre es para sí mismo su mayor enemigo... La carne y sangre reconocen su origen...; pero la voluntad, sometida al sacrificio, convertía en flores las más dulces espinas del dolor. Nunca olvidaremos aquel momento feliz en que oyén- dola en confesión prorrumpía la Sierva de Dios en estas palabras: Padre, enséñeme a padecer, a padecer, Todo. cuanto se mortificaba y todo cuanto la mortificaban, que era muchísimo, pareciale una nonada y niñeria... Al re- cordarle los motivos de enfermedad y las ocasiones de: por su amorosa providencia, poniéndoles el mismo tiempo en el alma consuelos y facilidades de hacer lo bueno, repugnando todo lo malo... Creen que su conducta no deja obrar a Dios como El quisiera sobre sus almas, y les parece que aunque algo hacen, le resisten continuamente siendo su cooperación muy insignificante para la muchedumbre de favores que reciben... Son sinceros en entender que el último pecador, puesto en sus condiciones, obraría mejor y con mayor fidelidad. (1) Cheranec, cap. VIT, pág. 172.

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