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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 153 se precisan. Para consuelo de las almas, Dios suple, cuando hay gran candor y sencillez, lo que falta a los directores. Sobre todo, el camino de la obediencia está sembrado de laureles. Pero tampoco quita esto que cuando se tropieza con algunos confesores que tal vez presumen de sí y carecen de dotes necesarias, sean el martirio mayor de las almas extrordinarias. De nuestra Sor María Ana cabe decir algo y mucho de lo que de Santa Teresa corre escrito por ella misma, con experta pluma y gran donaire. Nosotros podemos asegu- rar que al interrogarle en cierta ocasión qué era loque más le había hecho sufrir nos contestó «que el proceder de al- gunos confesores». No era para tildarlos de imprudentes ni quejarse de ellos; era declaración que le dictaba la conciencia hacer, ante la pregunta formulada en el fuero de la conciencia. A pesar de todo, prestaba siempre ale- gre y pronta obediencia, dejando a Dios el cuidado de lo demás. Obedecer y sufrir era su deber, era la alegría de su corazón. mn ¿Se nos permitirá estampar aquí una queja que una santa vidente dirigía a Dios? «Ay, Señor Jesús, necesario es que así me queje al ver en ciertas personas tan gran ceguera! Son eclesiásti- cos y, no obstante, temen la gracia de la devoción inte- rior. En ese número veo también religiosos y entre éstos a muchos que pasan por prudentes y sabios. ¡Ay! Señor, cuidar del cuerpo y vivir de tal suerte que su vida esté inspirada en el amor y la imitación del espíritu del mun do: he ahí lo que llaman ellos sabiduría.» (%) Si carecemos de vida interior; si tememos entrar en () Mathilde Magdeburgo. «Lux divinitatis», 6, 11.
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