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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 139 para arrojarse allí, a fin de apagar con el dolor las vio- lencias de los fuegos de la pasión? ¡Cuánta verdad es que el hombre jamás puede dominar completamente a la naturaleza viciada, ni aun allí donde quisiera tenerla bajo severa disciplina, hasta el punto de que no le haga sentir las aflicciones de la carne, los pesares del co- razón y los tormentos de la conciencia! ('). Esa in- inclinación grosera puede arrastrar al hombre, si una vez la obedece, hasta envidiar la vida y la dicha de los animales. Puede sacrificar la inteligencia, la inmor- talidad y la dicha eterna por poder imitarlos! ¡Qué ho- rror! Es fuego que no se contenta con roer el alma, pro- piamente hablando, sino un fuego que parte de ella para devorar a los demás, aun siendo vasos a Dios consagra- dos y cedros del Líbano. En ese fuego estaba metido el corazón de Sor María Ana por particular permisión del Altísimo; pero era aquel corazón un diamante de pureza, un alcázar inconquistable aunque lo acometiesen todos demonios y cerrasen contra él todos los fuegos... Jesús vivía dentro de aquel corazón, y al cabo la valerosa vir-= gen dejó confundidos a los enemigos, se apagaron los in- cendios y, al descansar en la oración de aquella batalla formidable, los ángeles la ciñeron con un cingulo de san» ta pureza, después de lo cual no pudieron los demonios tentarla lo más mínimo contra la castidad (*). Por divino privilegio y gracia singular nuestra Sor María Ana estuvo exenta, hasta cierto punto, de las ten- taciones contra la pureza, hasta esta ocasión en que (1) Cor. VIII-28. (2) Carta del que fué su confesor entonces, D. Policarpo Barco, Penitenciario de Plasencia (14 de febrero 1913). 11

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