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138 LA PERLA DE LA HABANA Ya hemos indicado en lugar oportuno que Sor María Ana vestía siempre de blanco por amor a la pureza, y ahora debemos presentarla en la transformación de su ser, en virtud de su pureza angélica. Era en 1901; después de funos ejercicios de mortifi- cación espantosos, permitió Dios le asaltara una tenta— ción formidable, como nunca la había experimentado hasta entonces... Gemía su espíritu como el de San Pa- blo. Con gusto se hubiera revolcado entre zarzas, como el seráfico Padre San Francisco, en semejante ocasión. ¿Qué le importaba a ella perder el cuerpo, si conservaba aquel tesoro de su pureza que siempre cuidó con tanto esmero? Satanás, valiéndose de todas'sus mañas, aven- turaba, digámoslo así, su causa en aquella tentación. ¡Qué fiero se presentaba! La carne volvíasele fuego. Volcanes encendidos en el infierno subían a inflamar su concupiscencia... Lo que nunca pudo hacer el enemigo con ella, lo hacía entonces. ¡Pobre Sor María Ana! Co- noció en aquella coyuntura la inocente virgen que hay en el hombre caído una pasión que tiene terrible violen= cia, que toca en la locura: un instinto animal, repugnan- te por no decir salvaje (*), un fuego que hierve en 6l como si pretendiese devorar el alma misma (*). Aquel hervor de sangre era una especie de fiebre (*). Subía al cielo la oración férvida de la Sierva de Dios; el instrumento del dolor trataba de dominar aquel ímpetu de fiereza de la pasión abyecta... Deseaba, como San Pablo, verse libre de aquel peso y de aquel hervor de la carne... ¿Dónde están los estanques de nieve? ¿Dónde el infierno mismo (t) Adon Clunial Collac 2, 12. (2) 8. Greg. M., Mor, 21-19. () $S. Agust.

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