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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 135 singularmente el corazón de Sor Maria Ana. Conocía perfectamente. su alcance y creía ser la margarita pre- ciosa que era preciso allegar a toda costa. Sublimes visiones de pureza tenía desde que llegó a tener conocimiento de las cosas. Habia formado desde muy niña el propósito invariable de consagrar a Dios por entero todos los secretos del alma y del cuerpo. La castidad, con todas las consecuencias que su guarda de- manda, fué el anhelo de aquel corazón, puro como el azul del cielo, como el aliento de los querubes. Por eso determinó abandonar el mundo tan de mañana, para no sentir siquiera el aire de la sensualidad con los atracti- vos de sociedad, enviciada mediante el poder de la se- ducción y del ejemplo. Este cuerpo, que, según la expresión de Platón, es el calabozo y la tumba del alma ('), expresión que cierta= mente tiene resabios de la antigua escuela de los místi- cos, que consideraban el pecado como el lazo que ata el alma al cuerpo, pero que casi ha sido repetida por varios Santos Padres (*), como S. Bernardo, que llamaba car- cer al cuerpo, y S. Benito carceris ergastulum... Este cuerpo, que nos hace gemir y llorar por la dureza con que trata al alma, presenta las mejores ofrendas para el sacrificio que una alma pura hace a Dios... No podemos admitir la teoría neoplatónica de que la materia es el mal, aun no siendo el primer mal. Pero tampoco pode- mos afirmar, como ellos lo hacen, que el alma es siem- pre pura con tal que aleje de sí, cuanto posible sea, la materia, único asiento del mal. (?) (1) Phador, €. 6, p. 62; €. 11, p. 66; 6. (2) Ef, Sap. IX, 15, Rom. VII, 24. (*) Plat. Enn., 1. 8, 4.

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