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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 123 mo, se entrega a las prácticas de los votos religiosos? ¿Por qué somos religiosos sino porque, libremente, lo hemos querido? ¿Por qué practicamos los votos sino por- que, libremente, hemos despreciado las vanidades del si- glo y las tres concupiscensias de que habla el apóstol? Nuestros sabios legisladores y aprovechados políticos han bebido en todas las fuentes, menos en la única en que debe beberse la ciencia del deber... El hombre no tiene más que un origen, un fin, un ca- mino, una empresa, una felicidad: Dios. Todo cuanto nos enfrene y nos someta para conseguirle mejor, es una obra de libertad y de progreso. Los rieles que suje= tan la locomotora en su avance, y la línea marítima que obliga al capitán a seguirla en el gobierno de su nave, henchida de mercancías, no son contrarias al progreso... El freno y la brida con que el habilidoso ginete maneja un brioso corcel y le obliga a galopar en toda regla en sus juegos cinegéticos o en sus carreras de hipódromo, no se oponen al arte y a la valentía del bien ejercitado caballero... Sino que el mundo ha olvidado lo que nunca debe olvidarse, aquella altísima doctrina con que San Ignacio de Loyola empieza su libro de ejercicios: La idea fundamental del fin para que fuimos creados. En su virtud, todo cuanto poseemos en materia de fuerza fí= sica e intelectual, todos los bienes de que podemos usar y gozar, el mundo entero, en una palabra, no debe ser más que un medio para lograr aquel fin. No fué, sin embargo, San Ignacio el inventor de esta doctrina... Mucho antes que él, el manual bien conocido de Pedro Lombardo habia dominado ya en las escuelas y en el modo de pensar de la cristiandad... Este manual co- mienza textualmente con la misma enseñanza. Todos los escolásticos que escrihieron de aquel teólogo llamado 10

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