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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 119 rurales o ruines en el terreno espiritual. Sor Maria Ana pertenecía a la raza de los santos, y gracias al cielo, ce- rrando las puertas a todas las vanidades con que otras jóvenes adornan el templo de su idolatrado cuerpo, se ofrece a la Orden capuchina de una vez para siempre y de modo irrevocable, solemne y oficial ante Dios y ante los hombres. No es la hermosa y espléndida mariposa que, saliendo de su crisálida, se remonta al espacio... Es la virgen de los mares, La PERLA DE La HABANA, que pu- diendo balancearse en cojines de vanidad y ostentar sus alitas doradas, purpurinas, caprichosas, agitándose con los tornasolados hilos de terciopelo y nácar de que esta- ban tejidas, muere a toda vida... por vivir a toda muerte. Tiempo hacía que Sor María Ana vivía muriendo muy lejos de los ensueños del siglo, sin acordarse más que de su Dios y de sus austeridades, alimentada del sa= crificio, sumergida en un ambiente extraordinario de mistica elevada. No pertenecía ya a este mundo de los vivos... Aquella sepultura de cadáveres con alma, lla- mada convento, aquel nido de su amor era su cielo, don- el Esposo de las vírgenes, en tálamo de sangre, le hacía beber el néctar del martirio en vaso de dolor. Su consagración a Dios por medio de la profesión re- ligiosa, fué el sello de las capitulaciones de aquel des- posorio del amor virgen con la cruz del Salvador. ¡Qué diferencia entre almas y almas! ¡Entre esas hijas del siglo condenadas a girar sin juicio, errantes como mariposas de abril, saltando de clavel en clavel, de rosa en rosa... cayendo de ilusión en ilusión, mendigando a todas las flores una gotita de miel, y esasTotras escapa das del mundo, ocultas, permaneciendo en una mudez eterna para todo lo que es siglo! ¡Qué apartadas viven las unas de las otras! ¡ Y qué diferente vida la suya! Las

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