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116 LA PERLA DE LA HABANA leitará en su Salvador... Todos mis huesos dirán: Señor, ¿quién hay semejante a Ti? Tu sacas al necesitado de las manos de los fuertes y al pobre y desvalido de las que lo querían deshacer... Me daban mal por bien, y cuando me eran más molestos yo me ceñía de cilicio, humillaba en el ayuno mi alma... Contra mí se alegraron y se en- sañaron y se me agolparon azotes y tribulaciones... Pero ya se han disipado (*). Señor, ya no te alejes de mí. Le- vántate en juicio por mí. Entiende en mi causa, Dios mío, y no se gocen más sobre tu Sierva ni digan en sus corazones: la devoraremos... En esto he conocido que me querías, Señor: en que mi enemigo no se gozará de mi ruina (*). Me has recibido por mi inocencia y me has confirmado para siempre en tu presencia... Bendito sea el Dios de Israel por siglos y por los siglos de los siglos... Así como el rostro y el corazón de Sor María Ana irradiaban júbilo y alegría intensísima, sus enemigos in- fernales, heridos en su orgullo por el rayo de la derrota, declaraban que habían tenido más infierno que nunca y que no querían quedarse allí, esto es, en el coro, donde, obligados por Dios, tuvieron que presenciar el acto de la profesión (*). Cuál sería su rabia y despecho podrá calcularse por las demostraciones que hicieron contra el P. Arráiz, que obtuvo del Prelado la licencia de la profesión y que, con una plática fervorosa, aquietó y aseguró las conciencias de las religiosas diciéndules que anduviesen recatadas para no juzgar mal las cosas de Sor María Ana; que no tuvieran miedo ninguno sobre su espíritu, que era clara- mente de Dios, y que no se debía haber retrasado la pro- (1) Psal. 34. (2) Psal. 40. (%) Manuscrito del convento de Plasencia,

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