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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 107 ——_— sonas. Acaso, nosotros hayamos incurrido en otras oca= siones en los mismos defectos... Tal vez hubiésemos obrado con el mismo espíritu, puestos en su lugar... Es ocasión de exclamar con el apóstol: ¡Oh alteza de la sabi- duría y de la ciencia divina, cuán incomprensibles son tus juicios y cuán escondidos tus caminos!... En lo que respecta a nuestra Sierva de Dios, vivía con una regularidad y pureza asombrosas. En medio de sus éxtasis y arrebatamientos de que ya hablaremos a su tiempo, se le oía exclamar: «Señor, la Regla, sólo la Re- gla; nada de esas otras cosas». No incurriríamos en exageración si pusiésemos en sus labios estas palabras de los Proverbios: «Mi corazón es puro y estoy exento de pecado» ('). Raro será el que lle- gue una criatura a esa perfección de un modo regular y ordinario, sin caer en algunas debilidades y sin ser victi- ma de faltas que podrían ser calificadas de sorpresas. Más de un punto oscuro y más de una hora de debilidad se dejan ver en la vida de almas muy perfectas... El ca- mino más luminoso tiene proyecciones sombrías de la naturaleza humana. La vida de Sor María Ana, tan pura y admirable, pro= yectaba sobre algunas personas la sombra siniestra de posibles engaños... y en apreciarlos podía estar el error. Por otra parte, el enemigo ponía en sus virtudes el color de los ojos con que eran contempladas... Si era tan ex- traordinaria, debía vivir con la pureza y rectitud angéli- cas... Tal era el pensamiento de algunas almas... Las motas aparentes o las ilusiones de faltas echaban a rodar toda la fábrica de su perfección... No se tenía en cuenta esta máxima del sabio: «No quieras ser demasiado justo, (1) Prov. XX-9.

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