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SOR MARÍA ANA DE JESÚS 75 timos a la tentación de copiar estas palabras de una re- ligiosa que moraba con ella: «Cuando se la veía por el Convento, aunque fuera lle- vando botijos de agua o vertiendo los vasos o barriendo, todo lo hacia con un aire de nobleza y santidad que atraía y arrastraba tras de sí; parece que tenía imán.» No era de esas almas biconvexas con superficies opues- tas... Era naturalísima, diáfana en el porte exterior. La virtud revestía doble atractivo en ella por su gentil do- naire y gracia con que matizaba y embellecia su trato, ¡Dulce paloma! En medio de los arrullos de amor con que le recreaba Jesús sentado al borde del nido o aso- ciada íntimamente a su vida ¡cuánto tuvo que sufrirl Y sin embargo, ¡qué horas más deliciosas, y qué duras! ¡Oh tiempo de infernales pruebas en medio de virtudes paradisiacas! ¿Quién contará lo que Sor María Ana tuy que padecer en el noviciado? Cuanto más dulce y sabroso le era aquel divino calor del nido de su alma, más le hacía sufrir el temor de perderlo. ¿Sería posible que ella dudase, ni un momento, de que no podía ser más que de Jesús? ¿Podía tolerar Jesús que Sor María Ana tuviese que soportar aquellas memorables luchas con las po- testades del infierno? ¡Oh noviciado! ¡Oh tiempo de probación! ¡Lo que cos- taste a nuestra insigne religiosa! Bien podía exclamar ella con el profeta: Tribulatio et angustia invene- runt me (*). Muchas de las terribles luchas y tribulaciones que so- brevinieron a Sor María Ana en el convento, supiéronse merced a la sencillez y diafanidad de su espíritu, cuando sonaba la voz de la obediencia. La ingenuidad es pre- (1) Salmo 118.

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