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PA 66 LA PERLA DE LA HABANA AR su alma. Aquello era parte de su alma que se le esca- paba en trozos de música, envuelta en anhelos celestia— les. El corazón de la joven subrayaba con tenaz empeño el «y.» te amaré», y, dulce y riquísima de voz, llevó u las monjas que la escuchaban la emoción del llanto... En- ', escribía una de ellas: ¡Lo que todas las reli- terneci stábamos allí sentimos al oir aquella giosas (que e tan dulcísima voz!, y como lo cantaba con tal unción y A tanto fervor, a mí me hizo llorar mucho, y no sé decir lo que interiormente sentí... Cuando me marché de la PP grada, a las religiosas que encontraba les decía, movida de un interior impulso: ¡ay! hermanas, demos gracias a Dios, que nos ha venido una santa muy grande» (*) mu Como se ve, Angelita, antes de encerrarse en el 0 Ñ claustro capuchino, traía consigo las señales de san- tidad, lo cual se comprueba por el testimonio de las per- sonas eclesiásticas que en la Habana la trataron. Baste por todos (a) el del Sr. Obispo, D. Manuel San- tander, que la confesó por algún tiempo y la encaminó a ' 1 'randes de- Plasencia: «Angelita me pareció buena y d seos le adelantar en la perfección. Por más que se le pintaba el rigor de la vida de las capuchinas, no se arre- draba; antes, al contrario, parocia que deseaba más en- trar Religión». (b) Recuérdense las palabras del Pa- dre Jesuita (*) que antes hemos citado: «Es cosa grande, alma «¿ce oración y muy pura; siempre lo fué». Sú- mese a esto la observación de Sor Florencia de Je- sús, religiosa sierva de Maria: «Vi en ella un rendimien- () I:clación de las monjas. (2) Aunque no se cita el nombre, debe scr el P. Salinero,

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