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64 LA PERLA DE LA HABANA visto, no en los actos del culto y en todo caso el más po- bre y modesto que podía, quiso castigar en aquel objeto material lo mucho que tuvo que sufrir usándolo. Aquel infiernito sobre la cabeza, como ella decía, le era muy penoso. Escuchemos, empero a las monjas: Como tenía una educación tan brillante y era tan fina, se apresuró a saludar a las Religiosas en el torno con mucha gracia y cortesía. Enseguida que llegó nuestra Reverenda Madre Abadesa, que era Sor Ma- ría Francisca Cortina, la dijeron las torneras: «Ange- lita, aquí está nuestra Rvda. Madre», y ella apresuró- se a pedirle la bendición, diciendo: «bendígame, Madre». Siendo hora de coro, fuéronse las monjas a su obligación y Angelita se encaminó a la iglesia donde, según testi- monio de los que la vieron, estuvo todo el tiempo de ro- dillas e inmóvil como una estatua. Recordarán nuestros lectores que Angelita, como sus otras dos hermanas religiosas, tenía un Niño Jesús, re- galado por su cuñado, que hasta en la Habana andaba a veces con El en brazos y que todas tres merecieron de algunos el dictado de muchachas del Niño Jesús. Dicha imagen, bellísima por cierto, tenía cautivo el corazón de Angelita, cautivo de amor, de amor puro, casto, generoso, y la traía consigo. Al llegar, empero, a pisar los umbra= les del convento, comprendiendo a qué grado debía ele- varse en la escala de la abnegación, quiso que él Niño Jesús fuese para la Madre Abadesa... «Ahí, en una ma- leta, dijo, va una imagen del Niño Jesús, que es para la Madre» (*). En este hecho, y por las circunstancias que rodea- ban a Angelita, se notan dos cualidades admirables: un (1) Relación de las monjas.

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