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_b— tienen a su alcance. Allí asistió Jesúz al felíz tránsito de su padre putativo; allí mismo se despidió de su madre quando la plenitud de los tiempos lo llamaba a su misión pública que debía comenzar con la fulgurante manifestación del Jordán: * He aquí mi Hijo muy amado en el que me he complacido ;. ¡ Nazaret y Jerusalén ! los lugares más santos porque indican y señalan el principio y el fin de la vida terrena, humana de un Dios hecho hombre para abrir de nuevo el reino de los cielos a la humanidad perdida: * Ut bomi- nem perditum ad caelistia regna revocarel. y Sta. Elena y el Santuario de Nazaret. No es creible que, después de la Ascensión de Jesis y el tránsito de la Ssma. Virgen, los Apóstolos y con ellos la primera comunidad cristiana de Galilea, que, sin género de duda, tuvo seguidores en la riente Nazaret, no es creible, digo, que olvidasen la humilde Casita donde se realizó la Encarnación de su divino Maestro, y le tributasen el honor debido. Muy al contrario, una venerable tradición recuerda una Asamblea Eucarística celebrada allí por S. Pedro Prín- cipe de los Apóstoles. Nada más podemos constatar en los tres primeros si" glos de la Era Cristiana, durante los cuales la Iglesia vivió una vida llena de fervor, de activa propaganda, pero de ordinario vida oculta, en contínua alternativa — que a veces resultaba benéfica de paz y de guerra cruenta con el poder civil y con el espíritu pagano que se rebe- laba y oponía a sus principios de justicia y de pureza. Pero al fin, con el Emperador Costantino el Grande, llegó a sonreir la paz a la Iglesia de Cristo, que pudo ya mostrar su hermoso rostro a los fulgores de la luz. Muy pronto pudo admirar el mundo una vigorosa floración de Instituciones, al mismo tiempo que se elevaban hacia el cielo magestuosas Basílicas. El proprio Emperador da la iniciativa, y en una carta a Eusebio de Césarea habla de
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