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A ra dirigirlas á un fin cualquiera busque en la creación un Ser infalible é impecable, cuyo entendimiento no pueda jamás separarse de la verdad por ser la Verdad misma, y cuya voluntad no pueda divorciarse de la virtud por ser la misma Virtud. ¿Cuál es ese ser? Dios. ¿Dónde está? En todas partes ¿Dónde se oye su voz? En la conciencia. La conciencia es el primer tem- plo de la Divinidad. Escritas en ella con ca- racteres indelebles por la misma mano que la formó, hav ciertas palabras luminosas, bre- ves, profundas. Tienen la luz del sol, tienen el peso de la montaña y, si se las desprecia, tienen la fuerza del rayo; son los principios del Derecho natural. Esos principios que di- funden vivos resplandores sobre el camino que la humanidad debe recorrer hasta llegar á su fin, esos principios que ninguna nación ha despreciado sin encontrarse al siguiente día con la infamia y con los revolucionarios, esos principios que son eternos como Dios y acompañan al género humano como jueces implacables que dejan oir su voz poderosa y castigan Ó premian sin apelación, esos prin- cipios que llevan en sí fuerza suficiente para convertir á un pueblo de facinerosos, indig- no de vivir, en un pueblo de mártires, cuyo único premio adecuado sea la posesión del mismo Autor de la vida; esos principios que conducen á los héroes hasta las alturas del heroismo, y elevan á los santos hasta las re- giones más puras de la santidad, esos princi- pios que corren como venas ocultas de agua en las leyes de todos los pueblos, mientras
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