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Mo tener á la humanidad en la región pura y bri- llante de la verdad. Obrar de otro modo, ofrecer á los pueblos facilidades de abrazar el error y equivocar el camino que conduce á Dios que es la Verdad por esencia, no es solamente un enorme crimen social, es ade- más un acto impropio de naciones amantes del progreso.» «Sirvan de razón nuestros ca- ñones», contestasteis vosotros, no sabiendo qué responder á este razonamiento luminoso de la Iglesia Católica; y el gran pecado del mundo moderno fué consumado. El Liberalismo, esa gigantesca blasfemia, expresión tan sintética como exacta de las aspiraciones del ejército del mal, fué eleva- do á la categoría de ley. Llevado, no en las alas de la justicia, ni siquiera en brazos de la opinión popular, sino en las puntas de las lanzas de los pretorianos penetró en el alca- zar del Poder, mientras caía rodando por sus gradas la Cruz de Jesucristo que, cubierta de polvo, pero sin perder ni una astilla, había estado durante diez y ocho siglos clavada en aquellas cumbres, sirviendo de faro luminoso á los pueblos á través de las tormentas y de pararayos para defenderlos de la cólera di- vina. Inmediatamente las turbas insensatas, pro- tegidas por el Derecho nuevo, que comenza- ba no á brillar sino á relampaguear sobre la cúpula del templo de las leyes, abrían vio- lentamente las puertas del Santuario y saca- ban los dogmas católicos encerrados en aquel silencioso recinto, y los llevaban á la plaza pública, al atenéo y al teatro, para es-

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