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a muerte para arrebatársela, utilizando todos los medios que les proporcionaba la fuerza armada puesta á su disposición, la acción y el dinero de la Masonería y los recursos de ese mismo pueblo, que llegaron al Estado en iorma de contribución para sostener las car- gas públicas, y se emplearon muchas veces en batir la Religión que adoraba. Llovieron sobre él leyes y másleyes, decretos y más decretos, revoluciones una tras otra, atropellos brutales, injusticias que no tienen nombre. Se abrieron de un golpe todos los teatros, comenzaron á funcionar millones de máquinas de imprimir, se movieron millones de plumas, hizose de cada mesa de café y de cada balcón de callejuela un púlpito para un predicador liberal, y cada una de esas máqui- nas comenzó á vomitar injurias, sofismas, Ca- lumnias infames, solicitaciones á transigir, promesas y amenazas que caían sobre el pue- blo creyente como gotas de plomo derretido sobre un corazón que palpita con robustez y al cual se intenta parar violentamente. El pueblo fuera de la ley (porque es bien sabido que las leyes liberales no protegen la Religión sino la impiedad) se ha defendido ayudado por su clero y apoyado en la gracia de Dios, que, aunque invisiblemente, y res- petando la libertad del hombre, entra siempre con el pueblo católico en la batalla. Más de un siglo de existencia lleva esta lucha terrible. Dígame V. con imparcialidad: ¿Cuánto es el terreno que nuestros enemigos han conquistado? ¿Es liberal el mundo, es liberal Europa, son liberales las naciones la-

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