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— 161 — se pierda la primera ó se manche la segun- da». Y se levantan ejércitos y se derrocha ac- tividad y se prodigan sangre y riquezas para defender la bandera nacional eontra los ene- migos de dentro, y contra los enemigos de fuera; y cuando su número es excesivo, se prefiere sucumbir en el campo de batalla, an- tes que ver la bandera desgarrada y conver- tida la nación en feudo del extranjero. ¡Excelente lenguaje! ¡admirable conducta! Pero ¿por qué no se aplica ese lenguaje y esa conducta á la defensa de la religión? ¿Es que para una nación es más importante su unidad política, que su unidad religiosa? So- lo el plantear la cuestión es ya un pecado. Gran cosa es que la nación sea grande y que la nación sea una, pero al fín, esos son bi=- nes temporales naturalmente inferiores á la religión, que encierra en su seno los destinos eternos de la humanidad. La bandera de la patria es veneranda; la bendecimos, y por censervarla inmaculada, daríamos los católi- cos el bien más precioso que tenemos que es la vida; pero entre ella y la Cruz la elección no puede ser dudosa. Es necesario decirlo muy alto, porque es una verdad que parece destinada á perecer por axfisia en un ambiente de literatura mue- lle y afeminada. Es preferible que se derrum- ben todas las instituciones políticas antes que desapa:ezca en una nación el imperio de Dios. La fwerza armada de un pueblo está desiinada más que á defender la república Ó al rey, á defender el Altar. Y aquí me ocurre otra observación sobre

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