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> tiempo fecundo como un axioma filosófico. «Tratándose de la unidad religiosa, antes que ceder, morir». He aquí el lema. Sobre ese sencillo enunciado levantaron el magnífico edificio de la epopeya cristiana. En nuestros tiempos, por el contrario, la detonación de un disparo de rewolver, los gritos de cuatro li- bertinos que piden la libertad de quebrantar en público las leyes divinas, ó el clamor de unos cuantos eruditos librepensadores, re- clamaudo la libertad de deshonrarse, profe- sando y enseñando los mayores absurdos, suelen ser bastante para que se ceda, ó se apruebe el hecho, si se ha cedido ya la uni- dad religiosa, esa herencia gloriosa y augus- ta, legítimo orgullo de nuestros antepasados. Y ocurre aquí una cosa singular, y es que esos mismos católicos, - ébiles é indolentes para deferder la unidad religiosa, por cuya conservación se han sacrificado en casi todas las naciones millones de vidas, y se han de- rramado torrentes de lágrimas y de sangre, se convierten en héroes cuando ven en pe- ligro la unidad política del Estado. ¡La na- ción, su unidad, su bandera! Estas palabras los electrizan. «La nación que no es una (di- cen) es nada. La bandera que se entrega óÓ se profana no es la gloria, es el baidón del pue- blo á que pertenece. Defendamos pues la bandera y con ella la unidad y la gloria de la nación, sucumbiendo antes que consentir que

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